Nº1
A las dos fueron las
tres. Bajo el campanario de la iglesia, el relojero dijo a su
aprendiz que en realidad la hora no se adelantaba sino que se
recuperaba. ¿Y cómo lo has hecho? -preguntó el chico. Créanme si
les digo que la pregunta la hizo en serio. Al joven, igual que a mí,
le había tocado vivir en uno de esos lugares hoy casi despoblados en
los que campa a sus anchas el viento donde antaño los viejos se
quejaban, la policía acudía y los chavales corríamos. Una villa
como tantas otras condenada a la voracidad de un tiempo que ha
terminado por llevarse no sólo a los muertos, sino también a los
hambrientos y a los inteligentes. Viajes de ida que ya no retumban en
los adentros de nadie y menos en los de un servidor acostumbrado a la
idea de haber pertenecido a la última generación que se crió en
ciertas calles. Por aquel entonces, la primavera en el barrio se
abría paso a empujones como un actor que llega tarde al escenario.
Se notaba en la gente, que se amaba con la pasión desproporcionada
con la que deben amarse dos miradas cruzadas en un desierto. Recuerdo
muchas caras de aquel trasiego juvenil que terminó por desaparecer
pero no la de aquel chico, el aprendiz del relojero. Una noche entró
al Lluna, pidió pacharán y compartió sus planes de huida. Le
sobraba talento pero nadie le creyó. Sin embargo, nunca más le
volvimos a ver. Un día partió hacia algún país del norte donde
nos dijo que quería ganarse la gloria incierta de vivir lejos de su
tierra. Imagino que lo conseguiría. Los que nos seguimos reuniendo
en el Lluna recordábamos aquel chaval cada vez que se cambiaba la
hora o alguien pedía un pacharán. Situaciones que se dieron con la
misma frecuencia: prácticamente ninguna... y es que no eran esas las
especialidades del local.
Nº2
Pol, un vecino más con
el fracaso tatuado en la frente, justamente lúcido de año en año
bisiesto, parió un buen día el Lluna. Arregló una vieja casa de un
viejo barrio condenado a un futuro de constante silencio salvo cinco
días en los meses de mayo. No puedo negar el mérito que tuvo haber
logrado aquel espacio donde muchos preferimos hacer nuestra vida
allí, fuera de la calle. Equiparable mérito al de servir copas con
una sola mano. Pol era manco y esa peculiaridad se reflejaba en la
personalidad del local, gobernado por un ritmo truncado. Nunca nadie
pidió hielo para el café, y resultaba más atractivo medir el
tiempo en unidades que dependían del tamaño de papeles que pudieron
hacer de minutos, intencionados, por no acabar juzgando con pena de
muerte al que en su día determinó cuánto debía medir un cigarro.
De Pol nunca esperamos grandes cosas y de hecho nunca las
especialidades estuvieron tras la barra. Eran los clientes los que
añadían el sentido del gusto si no bien lo ponía la banda. El
pianista, tan delgado como la rendija de la puerta (por la que no se
atrevían a pasar algunas nociones básicas de comportamiento) tenía
unas delicadas manos de tacto acorde al piano cuyas teclas parecían
de un pulido marfil. Un músico exquisito y brillante en la palabra
que gracias al Lluna amanecía en camas distintas, esas en las que
todo el mundo quería amanecer. Así debió alimentarse durante
aquella época, pues cuando empecé a conocerlo llevaba meses sin
cobrar una peseta y no le ardía nada. —Gracias
por entenderme, eres un pedazo de pan —le
dijo el dueño una noche antes de que se marchara, a lo que el chico,
mientras abría la puerta y cogía a una desconocida del brazo,
respondió con una irrecuperable juventud: —Ea.
Nº3
Nos conocimos por
casualidad entre la chusma veraniega del Lluna y pude perfectamente
contar varios días de fiesta cada vez que aquella niña abría y
cerraba los ojos. Reconocérselo era fácil incluso estando sereno. A
lo mejor porque por aquel entonces éramos capaces de reconocer a los
ojos de la gente tantas otras cosas que hoy no pasan del paladar. No
acuso a las edades tempranas, las del pasado, cuando aparentemente no
sabíamos nada. Se estilaba enseñar las cartas en sus claros
contextos sin que nadie se ofendiera, hasta el día que llegó la
expresión “políticamente correcto”. En aquel diminuto patio,
bebimos nuestras miradas entre esas balas y las estrellas del cielo.
¿Qué podemos hacer sino amarnos? No supe contestar ante el
espectáculo de sus pestañas. Era una noche de esas que no esperas,
en la que también ella sentía la losa del tiempo en el pecho. Nos
encontramos ansiosos buscando en la circunstancia de la noche esa
magia al contemplarnos. La magia de mis manos, la fiesta de sus ojos.
Hoy sé que hacíamos bien. Lo sé porque tras esa placidez saldrían
a la luz otras canciones y otros cantos, otros interrogantes. ¿Qué
podemos hacer sino olvidarnos? Pude oír esa misma noche sin más
opción que asentir. Lo posible y lo imposible. Corresponderse o no.
Se sucedieron sin remedio mil despedidas de un mismo sentir en
distintos rostros. Copas en la barra que permanecieron más horas que
algunas ilusiones. Todas al final evanescentes. Terminé por
reconocerme en la anestesia del que cree que las estrellas solo
aparecen cuando anuncian lluvia de perseidas. Dejé de comulgar con
el azar, con días de fiesta a costa de los ojos de la gente. Porque
eso era antes.
Nº4
Hoy no llego a deducir un
provecho, de qué nos valió potenciar nuestra amargura, si al final
nos sentimos tan atropellados como el resto de inocentes. Aquellos
ciegos que, de repente, avistando un repentino hambre, milagrosamente
empezaron a ver. Ellos, que siempre supieron que siempre robaron pero
nunca les importó porque su generación había parido una democracia
idílica que desembocaría con seguridad en el “todo va bien” y
en el colorín colorado. Allí en el Lluna opinamos diferente desde
el primer trago y asimilado un hipotético final teorizamos sobre qué
ocurriría después de tal cuento, que en nuestros oídos y en sus
altavoces ya campaban supuestos futuros que el tiempo terminaría por
conceder. Como auténticas profecías serán recordadas las letras de
canciones de grupos de música con nombres a veces malsonantes y
desconocidos siempre para las listas de éxitos. En manos de nuestros
hijos, volverían a ser el constante hilo musical con el que formar
un espíritu crítico envuelto en sentimientos opuestos al futuro que
nos vendió la tele, los hogares, los colegios. Nosotros oímos a
nuestros padres, a los maestros y a los medios pronunciar frases de
contenido incendiario y radical según sus propios pareceres años
atrás. Proclamas calcadas a las que en los institutos tildarían de
equivocadas. De nada nos arrepentimos, ni de pintadas ni de cristales
rotos. Aquellos que nos iban tachando de locos terminaron proclamando
las mismas consignas de unas canciones que nosotros ya teníamos en
los talones como una digestión ya procesada donde a tu cuerpo hace
tiempo que no ha vuelto a entrar nada mientras ellos se disponían
entonces a dar el primer bocado. Se atragantaron porque fue demasiado
excremento para tan poco papel de plata. Se atragantaron con la
realidad y continuaron ahogándose en su propio asombro: cómo
pudimos llegar a esto.
Nº5
Estuve pensando la mejor
manera de decirle que, en realidad, a mí lo que más me ponía del
calor era buscarlo. Hacía un frío del carajo y esa noche estaba el
Lluna a rebosar. Pol miró las suelas de sus zapatos convencido de
haber pisado un maloliente premio. La banda de jazz, que no tocó
nada especial, consiguió muchos seguidores y adeptos perdidos, para
variar, a la mañana siguiente. Al fondo, se veía el patio nevado y
en su sala contigua encendieron el fuego de la chimenea. Enfrente,
justo en su reflejo, terminamos nosotros rodeados de gente de pie y
de libros tumbados. Acepté su oferta de tomarme una última copa en
aquel tenue rincón cuando ya me había despedido de mi taburete y de
la barra –desde allí la contemplé como una descompensada patria a
la que tantas tonterías había confesado entre una ignorancia
absoluta sobre el techo, el humo, las lámparas y un conocimiento
enfermizo de las baldosas del suelo, las colillas, la nada–. Estuve
pensando la mejor manera de decirle que me quedaba por ella: por la
copa, porque siendo honesto cualquier otra pretensión hubiese sido
perder de nuevo el tiempo, que se trataba de una chica cuya puerta ya
conocida mi nariz de sobra. Nos miramos al beber e intentando
averiguar el motivo de aquel gesto entendí que a ella le apabullaba
tanto la soledad como a mí la multitud. Lo vi en sus ojos que no
tardaron en susurrarme la frase de tanatorio “siempre se van los
mejores”. De manera que me eché la ilusión sin desenvolver al
bolsillo como un caramelo que lejos de probar boca termina pegado en
un papel y estuve un buen rato pensando la mejor manera de levantarme
y dejarla allí, que uno ya iba aprendiendo qué lugar no era el
suyo, cuándo alguien estaba de paso; cuándo era el momento de irse
a casa.
Audio. 1era entrega en Radio Petrer