"Crónicas del Lluna" (2016 - 2017)

Colaboración mensual en El Carrer y en Radio Petrer


Nº1
A las dos fueron las tres. Bajo el campanario de la iglesia, el relojero dijo a su aprendiz que en realidad la hora no se adelantaba sino que se recuperaba. ¿Y cómo lo has hecho? -preguntó el chico. Créanme si les digo que la pregunta la hizo en serio. Al joven, igual que a mí, le había tocado vivir en uno de esos lugares hoy casi despoblados en los que campa a sus anchas el viento donde antaño los viejos se quejaban, la policía acudía y los chavales corríamos. Una villa como tantas otras condenada a la voracidad de un tiempo que ha terminado por llevarse no sólo a los muertos, sino también a los hambrientos y a los inteligentes. Viajes de ida que ya no retumban en los adentros de nadie y menos en los de un servidor acostumbrado a la idea de haber pertenecido a la última generación que se crió en ciertas calles. Por aquel entonces, la primavera en el barrio se abría paso a empujones como un actor que llega tarde al escenario. Se notaba en la gente, que se amaba con la pasión desproporcionada con la que deben amarse dos miradas cruzadas en un desierto. Recuerdo muchas caras de aquel trasiego juvenil que terminó por desaparecer pero no la de aquel chico, el aprendiz del relojero. Una noche entró al Lluna, pidió pacharán y compartió sus planes de huida. Le sobraba talento pero nadie le creyó. Sin embargo, nunca más le volvimos a ver. Un día partió hacia algún país del norte donde nos dijo que quería ganarse la gloria incierta de vivir lejos de su tierra. Imagino que lo conseguiría. Los que nos seguimos reuniendo en el Lluna recordábamos aquel chaval cada vez que se cambiaba la hora o alguien pedía un pacharán. Situaciones que se dieron con la misma frecuencia: prácticamente ninguna... y es que no eran esas las especialidades del local.

Nº2
Pol, un vecino más con el fracaso tatuado en la frente, justamente lúcido de año en año bisiesto, parió un buen día el Lluna. Arregló una vieja casa de un viejo barrio condenado a un futuro de constante silencio salvo cinco días en los meses de mayo. No puedo negar el mérito que tuvo haber logrado aquel espacio donde muchos preferimos hacer nuestra vida allí, fuera de la calle. Equiparable mérito al de servir copas con una sola mano. Pol era manco y esa peculiaridad se reflejaba en la personalidad del local, gobernado por un ritmo truncado. Nunca nadie pidió hielo para el café, y resultaba más atractivo medir el tiempo en unidades que dependían del tamaño de papeles que pudieron hacer de minutos, intencionados, por no acabar juzgando con pena de muerte al que en su día determinó cuánto debía medir un cigarro. De Pol nunca esperamos grandes cosas y de hecho nunca las especialidades estuvieron tras la barra. Eran los clientes los que añadían el sentido del gusto si no bien lo ponía la banda. El pianista, tan delgado como la rendija de la puerta (por la que no se atrevían a pasar algunas nociones básicas de comportamiento) tenía unas delicadas manos de tacto acorde al piano cuyas teclas parecían de un pulido marfil. Un músico exquisito y brillante en la palabra que gracias al Lluna amanecía en camas distintas, esas en las que todo el mundo quería amanecer. Así debió alimentarse durante aquella época, pues cuando empecé a conocerlo llevaba meses sin cobrar una peseta y no le ardía nada. Gracias por entenderme, eres un pedazo de pan le dijo el dueño una noche antes de que se marchara, a lo que el chico, mientras abría la puerta y cogía a una desconocida del brazo, respondió con una irrecuperable juventud: —Ea.

Nº3
Nos conocimos por casualidad entre la chusma veraniega del Lluna y pude perfectamente contar varios días de fiesta cada vez que aquella niña abría y cerraba los ojos. Reconocérselo era fácil incluso estando sereno. A lo mejor porque por aquel entonces éramos capaces de reconocer a los ojos de la gente tantas otras cosas que hoy no pasan del paladar. No acuso a las edades tempranas, las del pasado, cuando aparentemente no sabíamos nada. Se estilaba enseñar las cartas en sus claros contextos sin que nadie se ofendiera, hasta el día que llegó la expresión “políticamente correcto”. En aquel diminuto patio, bebimos nuestras miradas entre esas balas y las estrellas del cielo. ¿Qué podemos hacer sino amarnos? No supe contestar ante el espectáculo de sus pestañas. Era una noche de esas que no esperas, en la que también ella sentía la losa del tiempo en el pecho. Nos encontramos ansiosos buscando en la circunstancia de la noche esa magia al contemplarnos. La magia de mis manos, la fiesta de sus ojos. Hoy sé que hacíamos bien. Lo sé porque tras esa placidez saldrían a la luz otras canciones y otros cantos, otros interrogantes. ¿Qué podemos hacer sino olvidarnos? Pude oír esa misma noche sin más opción que asentir. Lo posible y lo imposible. Corresponderse o no. Se sucedieron sin remedio mil despedidas de un mismo sentir en distintos rostros. Copas en la barra que permanecieron más horas que algunas ilusiones. Todas al final evanescentes. Terminé por reconocerme en la anestesia del que cree que las estrellas solo aparecen cuando anuncian lluvia de perseidas. Dejé de comulgar con el azar, con días de fiesta a costa de los ojos de la gente. Porque eso era antes.

Nº4
Hoy no llego a deducir un provecho, de qué nos valió potenciar nuestra amargura, si al final nos sentimos tan atropellados como el resto de inocentes. Aquellos ciegos que, de repente, avistando un repentino hambre, milagrosamente empezaron a ver. Ellos, que siempre supieron que siempre robaron pero nunca les importó porque su generación había parido una democracia idílica que desembocaría con seguridad en el “todo va bien” y en el colorín colorado. Allí en el Lluna opinamos diferente desde el primer trago y asimilado un hipotético final teorizamos sobre qué ocurriría después de tal cuento, que en nuestros oídos y en sus altavoces ya campaban supuestos futuros que el tiempo terminaría por conceder. Como auténticas profecías serán recordadas las letras de canciones de grupos de música con nombres a veces malsonantes y desconocidos siempre para las listas de éxitos. En manos de nuestros hijos, volverían a ser el constante hilo musical con el que formar un espíritu crítico envuelto en sentimientos opuestos al futuro que nos vendió la tele, los hogares, los colegios. Nosotros oímos a nuestros padres, a los maestros y a los medios pronunciar frases de contenido incendiario y radical según sus propios pareceres años atrás. Proclamas calcadas a las que en los institutos tildarían de equivocadas. De nada nos arrepentimos, ni de pintadas ni de cristales rotos. Aquellos que nos iban tachando de locos terminaron proclamando las mismas consignas de unas canciones que nosotros ya teníamos en los talones como una digestión ya procesada donde a tu cuerpo hace tiempo que no ha vuelto a entrar nada mientras ellos se disponían entonces a dar el primer bocado. Se atragantaron porque fue demasiado excremento para tan poco papel de plata. Se atragantaron con la realidad y continuaron ahogándose en su propio asombro: cómo pudimos llegar a esto.

Nº5
Estuve pensando la mejor manera de decirle que, en realidad, a mí lo que más me ponía del calor era buscarlo. Hacía un frío del carajo y esa noche estaba el Lluna a rebosar. Pol miró las suelas de sus zapatos convencido de haber pisado un maloliente premio. La banda de jazz, que no tocó nada especial, consiguió muchos seguidores y adeptos perdidos, para variar, a la mañana siguiente. Al fondo, se veía el patio nevado y en su sala contigua encendieron el fuego de la chimenea. Enfrente, justo en su reflejo, terminamos nosotros rodeados de gente de pie y de libros tumbados. Acepté su oferta de tomarme una última copa en aquel tenue rincón cuando ya me había despedido de mi taburete y de la barra –desde allí la contemplé como una descompensada patria a la que tantas tonterías había confesado entre una ignorancia absoluta sobre el techo, el humo, las lámparas y un conocimiento enfermizo de las baldosas del suelo, las colillas, la nada–. Estuve pensando la mejor manera de decirle que me quedaba por ella: por la copa, porque siendo honesto cualquier otra pretensión hubiese sido perder de nuevo el tiempo, que se trataba de una chica cuya puerta ya conocida mi nariz de sobra. Nos miramos al beber e intentando averiguar el motivo de aquel gesto entendí que a ella le apabullaba tanto la soledad como a mí la multitud. Lo vi en sus ojos que no tardaron en susurrarme la frase de tanatorio “siempre se van los mejores”. De manera que me eché la ilusión sin desenvolver al bolsillo como un caramelo que lejos de probar boca termina pegado en un papel y estuve un buen rato pensando la mejor manera de levantarme y dejarla allí, que uno ya iba aprendiendo qué lugar no era el suyo, cuándo alguien estaba de paso; cuándo era el momento de irse a casa.


 Audio. 1era entrega en Radio Petrer